Volví porque me cansé de vivir a través de los recuerdos. Tomé un taxi al aeropuerto sin equipaje. Y allí me bajé, en el terminal sin número. Me planté en medio del pasillo interminable, rodeada de transeúntes, con vuelos a medio programar, que pronto perderían el rumbo de sus destinos confusos. Y entonces comprendí que la vida es el equilibrio constante de un aeropuerto en el que no importa el número de salidas y llegadas, sino el peso de quien se queda y de quien se convierte en despedida eterna. Miré mi reloj. Eran sólo las 5,15 de la mañana. Apenas había amanecido. Pero la inmensa cristalera de la zona de embarque ya dejaba pasar la tímida luz a través de unos rayos que desviaban su proyección desde las ventanas de los aviones estacionados en pista, y cuyo reflejo en el cristal producía un efecto fantasmagórico. Al igual que la silueta del trasiego constante de pasajeros, que cruzaban las proyecciones de sol sin percatarse. Mientras a mí me atravesaban como cuch...