TU AEROPUERTO
Volví porque me cansé de vivir a través de los
recuerdos. Tomé un taxi al aeropuerto sin equipaje. Y allí me bajé, en el
terminal sin número. Me planté en medio del pasillo interminable, rodeada de
transeúntes, con vuelos a medio programar, que pronto perderían el rumbo de sus
destinos confusos.
Y entonces comprendí que la vida es el equilibrio
constante de un aeropuerto en el que no importa el número de salidas y
llegadas, sino el peso de quien se queda y de quien se convierte en despedida
eterna.
Miré mi reloj. Eran sólo las 5,15 de la mañana.
Apenas había amanecido. Pero la inmensa cristalera de la zona de embarque ya dejaba
pasar la tímida luz a través de unos rayos que desviaban su proyección desde
las ventanas de los aviones estacionados en pista, y cuyo reflejo en el cristal
producía un efecto fantasmagórico. Al igual que la silueta del trasiego
constante de pasajeros, que cruzaban las proyecciones de sol sin percatarse.
Mientras a mí me atravesaban como cuchillos afilados.
Me di la vuelta dejando a un lado aquel panorama
surrealista, y el terminal sin número parecía abandonado, efecto típico del
paso de una catástrofe natural o ataque militar. Entorno solitario y desolador,
sin vida ni tránsito. El movimiento se disfrazó de quietud, y el ruido fue
engullido por el silencio. Todas esas personas estaban en mi imaginación. Eran
mera proyección de mis recuerdos, al igual que los rayos de sol.
Cuando abrí los ojos el terminal parecía en ruinas,
y estaba lloviendo con intensidad. La cristalera tenía pequeños desperfectos
que hacían traspasar gotas de agua que arrastraba el viento, acompañado de la
oscuridad típica de un día de Noviembre, nublado y a -2ºC. Y yo en manga corta,
con las imágenes de aquel día emergiendo en mi cabeza, cuando la terminal tenía
número e identidad propia, cuando el volumen de pasajeros y vuelos programados
era real, el mes abril, y el día soleado primaveral. Con ese entorno acudí a su
despedida. Ya nada volvería a ser como antes.
Se fue el momento. Ya no recuerdo su voz, aunque
haga el esfuerzo cada día. Cualquier luz para mí es una salida, cuando no hay
final del túnel. Y yo todavía podía sentir en mi piel aquellos rayos de sol que
atravesaban nuestros cuerpos, mientras nos fundíamos en un abrazo de despedida
eterno. Aunque ya hoy sólo existiera oscuridad, soledad, lluvia y rayos
eléctricos. Tormenta y turbulencias.
Me sentía como una cometa tratando de encontrar el
equilibrio, luchando con el viento y ganándome a cada instante el derecho a
seguir volando por este cielo, que un día se llevó tu rastro y robó tu cuerpo.
No se puede huir de uno mismo eternamente, pero es
que hoy sigues presente en cada poro de mi cuerpo. Al igual que la sensación
que nos invade cada vez que pisamos este lugar: el
abrazo de bienvenida en la terminal del aeropuerto. Un te quiero en susurros.
Un secreto entre dos. La complicidad de una media sonrisa. Y que sonrías al
recordar algunas de estas sensaciones. Que seas capaz de vivirlas todas. Que
seas consciente de lo fácil que es a veces conseguir la felicidad… traída de un
recuerdo. Lo único que te mantiene fuerte y viva. Ya no había más lugar para el
refugio.
Y
entonces recordé y recordé: última llamada al vuelo de la felicidad desde la
puerta de embarque C48. Me acurruqué en frío suelo de mármol, junté las
rodillas y apoyé la cabeza en el cristal. Cerré los ojos, y eché a volar mi
imaginación en un viaje eterno, con recorrido estudiado, para llegar más lejos
que aquel avión que tomaste aquella tarde de abril, aquella fatídica tarde de
abril… en la que te marchaste para jamás regresar. Subiste al cielo en aquel
avión, para nunca bajar.
Entonces
mi imaginación fue más allá, justo a encontrarse con tu cuerpo, la terminal donde aterrizaban mis principios
cada noche, el billete de ida de un viaje eterno hacia el universo de tu mirada,
donde cada lunar en el cuello se convertía en una escala improvisada. Tomando
impulso, por la rampa de tus piernas, para iniciar el vuelo sin motor, que sólo
despegaba. Y todo ello sin equipaje, como acostumbrábamos a viajar juntos. Aunque
ese día lo hicieras sólo, para ir a Lima por negocios, y las maletas pesaban
demasiado.
Yo hoy viajaré ligera, sin equipaje y sin avión, con la
única compañía de una mente inquieta, que te ve y te lleva. Facturando sólo tus
besos y mi maleta sin vestidos, para que mi alma vuele contigo allá donde
estés.
Aún no ha empezado el camino y ya intuyo, subiendo por
tu pecho, el horizonte. El relieve de tu cuerpo, trazando el mapa con las yemas
de mis dedos. Y antes de partir, compro la guía de viaje en Relay, para no perderme en las selvas vírgenes de
tu cuerpo, que guardas para mí. Y de camino al embarque, voy dejando sin
cobertura cada uno de mis miedos. Vuelvo a repasar las coordenadas que tatuaste
en tu cintura para guiarme hacia ti, y me desoriento pensando en el overbooking
de caricias que dejaste bajo mis sábanas la última noche.
No sé el número exacto de
pasajeros que transitaron con tus alas, y desconozco el destino de mi ligero equipaje
en mi viaje imaginario. Porque en tu aeropuerto se extraviaron más personas que
maletas. Porque jamás comprendí cómo puedes ser despegue, recorrido, aterrizaje
y colisión al mismo tiempo. Pero hoy sé que sólo quiero cambiar de trayecto, y
habitar eternamente en el tren de tus labios. Cogiendo el último barco, hacia
aquel lugar donde habite tu abrazo.
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