EN MI ESCALERA

Escalera de antigua madera perteneciente al Bloque Kilho de una
ciudad aún por descubrir, a años luz del paraíso. Ciudad que no contaba con
historias propias del pasado de las gentes que recorrían sus aceras día tras
día. Transeúntes sin rumbo, testigos noche tras noche de la dura realidad de la
ventana del quinto. De un pueblo sin memoria, con amnesia de su propia historia,
de vivencias que prometían un futuro mejor cuando Esteban llegó al barrio, conoció a su madre y
empezó a vivir con ellas. Tardes de parques de atracciones, paseos en barco,
cometas al aire y ricos helados. Eso era lo que significaba quedar en buenas
manos.
Inolvidables momentos que pronto se convirtieron en pisadas desacompasadas noche tras noche, a las tantas de la
madrugada, brisas derivadas de aspavientos incontrolados y nacidas en un portal sin ventilación. Oscura silueta con botella en mano atravesaba el cuarto piso rumbo al quinto, apestando a mezcla de sudor y furia contenida. A su paso, ella sólo se encogía y lloraba sobre sus rodillas, mientras crujía el penetrante reloj de un cerrojo que giraba sin cesar una vez tras otra, porque desde
dentro el pánico había bloqueado una puerta que segundos más tarde sería
derribada y forzada con el éxtasis de los excesos de drogas y alcohol. Tras el esperado portazo, la paz aparente retornaba al mundo paralelo de Claudia.
Pero a
través de las frías sombras y siluetas de los vecinos que pasaban ante ella
desde hacía meses interminables, ya casi era invisible entre la vecindad, cada vez más pequeña y vulnerable. El acelerado ritmo de vida, horas de trabajo, ocio y estrés creaban la sinfonía de las 20 puertas cada mañana. Miles de historias tejidas a varias manos se
deshacían en el tiempo, ajenas, por no tener sentido ni lógica para Claudia, ahora
refugiada en el descansillo del olvido refugiada y agarrada a su infancia, en forma de osito de peluche, que se negaba a dejar escapar para enfrentarse a su difícil realidad. Impotente cada noche, sin saber qué hacer,
obligada a madurar para romper con todo y ayudar, pero
demasiado ingenua y cobarde aún para salir de su niñez. Una niñez ahora rota por el llanto y
el dolor, que habitaba al otro lado de la puerta de una casa en la que una vez
vivió feliz, pero que jamás pudo volver a cruzar desde aquel día.
Y ella,
mientras las horas muertas pasaban sin control, rodeada de cartas y pañuelos de papel en el rincón.
Intentaba contestar a su abuela, enferma de leucemia, que todo estaba bien. Siempre pensó que su padre iba a volver y las libraría del destructor. Y con ese sueño, cada noche se dormía con el hilo musical de los llantos de una madre impotente, secuestrada y privada de libertad.
Y cada día, comprobando que la vida pasa, provoca y obliga a crecer, saliendo de lleno al entorno hostil de aquellas gentes que hacen que se
sienta pequeña e invisible. La cobardía del maltrato. Y cuando lo único que le
quedaban eran las raíces de su existencia, de la niña feliz y completa que
llegó a ser antes de la muerte de su padre, de repente notó como se desvanecían
y dejaban de ser parte de ella. La madurez le empujaba a atravesar la puerta,
no dejaba que siguiera anclada en charcos de lágrimas, que caían como cascadas desde el
cuarto piso, limbo en el que habitaba su alma, hasta el primer piso de su escalera,
donde estaba la salida a un nuevo amanecer lleno de esperanzas.
Y mientras, en el quinto piso del
descansillo de la escalera que conducía al final de su niñez, empañada de falsos
recuerdos, Claudia lloraba y leía las cartas del buzón de su abuela, con quien
vivía desde hace años cuando se enteró de que su padre falleció en el intento
de liberar a su madre, perdida en las
garras de quien hoy le estaba haciendo tanto daño a ambas. Ella, una princesa entre
déspotas que tanto le habían hecho
sufrir, cuando las apariencias engañan sólo en el mundo de la infancia, del cual
empezaba a salir, contra su voluntad, empujada por un miedo que empezaba a tornar en valentía para
cruzar la puerta del mal y poner fin a la angustia de quien más la quería. La fuerza del amor de una hija.
Y
agarrada al osito de peluche que le había enviado su abuela, ante unos ojos
vacíos de esperanza y llenos de terror anclados al temor de la niñez, pudo alcanzar ese quinto piso...donde unos alarmados vecinos
se tambaleaban entre descansillos, empujones y escalones subiendo y bajando como títeres
manejados por la fuerza de una valentía que ella jamás alcanzó, por llegar tarde, por no haberse
atrevido a cruzar jamás aquella puerta que guardaba el rencor y el castigo, ahora testigo de
peleas grabadas en las paredes y del cuerpo sin vida que abandonó aquel hogar que jamás volvió a abrir sus
puertas, tras el cordón policial, del que un día desapareció la feliz infancia, y donde la madurez emprendió camino de repente, a través de aquellos pasillos y de la mano de otra silueta, que años más tarde supo quién era...
Comentarios
Publicar un comentario