#microcuento
Aquel niño triste, de cabello ondulado y de ojos grises, que jugaba sólo en el balcón del edificio de luces con vistas al mar. Cada mañana, dejaba la mitad de su bocadillo en la barandilla de bronce desgastado, mientras dibujaba una nueva raya con tiza en la pared mojada. La gente decía que estaba loco porque no paraba de reír, cantar, saltar, bailar... llorar, gemir, golpearse, quedarse inmóvil en soledad, durante largas horas. Todos los días contaba hasta tres en voz alta antes de irse a dormir al rincón de aquel balcón. Miraba hacia el techo y a través de la ventana hacia dentro de la casa, donde sus padres dormían desde hacía varios días. El cristal siempre reflejaba la luna y su rostro pálido sin expresión. Pues sólo a veces reía, o a veces lloraba sin razón. Luchando a contra corriente para inventar la felicidad y gritar sus sueños a unas nubes, que se esforzaban por adquirir aquellas formas. Una noche parecía que dormía a la intemperie, con las cortinas enrolladas a sus pies, y su pequeño balón sin aire pegado a la pared de cartón de su casita de juegos. A su lado, otro niño más pequeño de ojos verdes yacía sin vida con medio bocadillo aún agarrado entre sus dedos. Y entre ambos, un vaso de porcelana derramado, con aroma a sedante, cafeína e ingenuidad, y con sabor a silencio amargo. Y la pregunta que rebotaba en el frío viento de aquella ciudad fantasma: ¿hasta cuándo?.
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