Cuando aprendió a escuchar el silencio, su voz dejó de cobrar protagonismo en aquella ciudad fantasma. Y sus palabras dejaron de tener sentido en medio de los restos de un llanto, cuyo eco agonizaba permanentemente en aquella habitación aislada entre cuatro paredes. Y es que las últimas noches se dedicó a matar el tiempo, sin ser consciente de que los restos de sangre le harían culpable sin serlo. Aferrada a su almohada, aquellas lágrimas eran lo suficientemente tímidas como para no asomar en su mirada perdida, empañando el cristal de sus gafas. El viento soplaba con fuerza, pero no se escuchaba. Los días pasaban corriendo, sin detenerse en un calendario ya inservible, desde que dejó morir el tiempo entre sus manos. Y mientras tanto, la vieja maleta heredada de su abuela esperaba vacía delante de la puerta del edificio de cristal y falso mármol, único superviviente de aquella ciudad olvidada. Y fue aquella fría mañana de Enero, cuando se armó de valor llave en mano, y bajó las escalera...