#microcuento

Cuando aprendió a escuchar el silencio, su voz dejó de cobrar protagonismo en aquella ciudad fantasma. Y sus palabras dejaron de tener sentido en medio de los restos de un llanto, cuyo eco agonizaba permanentemente en aquella habitación aislada entre cuatro paredes. Y es que las últimas noches se dedicó a matar el tiempo, sin ser consciente de que los restos de sangre le harían culpable sin serlo. Aferrada a su almohada, aquellas lágrimas eran lo suficientemente tímidas como para no asomar en su mirada perdida, empañando el cristal de sus gafas. El viento soplaba con fuerza, pero no se escuchaba. Los días pasaban corriendo, sin detenerse en un calendario ya inservible, desde que dejó morir el tiempo entre sus manos. Y mientras tanto, la vieja maleta heredada de su abuela esperaba vacía delante de la puerta del edificio de cristal y falso mármol, único superviviente de aquella ciudad olvidada. Y fue aquella fría mañana de Enero, cuando se armó de valor llave en mano, y bajó las escaleras para atravesar para siempre la puerta. Una puerta que cerraría una etapa de ilusiones y esperanzas sin cumplir, derretida hoy por el tímido sol de invierno, que alumbraba los restos de patio y jardín de la casa sin dueño. Su futuro se perdió justo antes de dejar atrás sus sueños, subir a aquel coche negro, y atravesar la frontera para coger aquella embarcación rumbo a un destino desconocido, que jamás alcanzó. Y a la mañana siguiente, la vida se detuvo definitivamente en su lugar de origen, cuando la rosa que dejó caer antes de partir se volvió negra, bajo los pies de aquel militar malherido, que permaneció inmóvil en aquel lugar, que un día escondió bajo tierra el secreto de su triste final.

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