EL ÚLTIMO TRANSATLÁNTICO


Y me asomé al balcón de tu mirada… pero era demasiado tarde, y ya no estabas. Pero al final sólo quedó un “te quiero” sin expresión.
 
Resultado de imagen de hombre misterioso en la ciudad

Nuestras miradas se cruzaban cada mañana en la misma calle, en la esquina de Bown-Hand Street. Tu mirada era transparente y punzante, aunque opaca al mismo tiempo, y atravesaba mi cuerpo como un destello sin rumbo: traspasaba mi ser, como si no existiera. Tus ojos veían a través de mi alma. Podía notar tu frío recorrido hasta que se desviaba hacia el horizonte que enmarcaba la Plaza de Brandson-Square. A la misma hora, nos deteníamos en el mismo kiosko a comprar el periódico, con el mismo tipo de café en la mano. Del mismo aroma y de la misma marca. Es lo único en lo que no coincidíamos. Tú lo comprabas a las 08:05h de la mañana, y yo a las 8:35h pasadas.
Mi academia de arte está justo al girar la esquina de la calle Patinson-Road Street, la pequeña avenida que atraviesa y rompe la sintonía del viejo barrio con el ambiente de casta, enfrente de la pequeña tienda de electrodomésticos y la lavandería de Anna. Me dirijo a la academia, como cada mañana, después de haberte visto en tu recorrido habitual. Café en mano, periódico bajo el brazo... ruta que culmina cuando tomas asiento en los fríos y desgastados escalones grises del metro de Queens. Siempre en el tercer escalón. Depositas tu taza encima del periódico, bordeando la sección de economía, para sostener la página que enmarca la columna de actualidad de política internacional. Paso por delante tuya a las 08:52h, para concertar cita en la peluquería de Berta justo al lado de Queens a las 14:50h, y te veo concentrado en la sección de noticias de política internacional. Tomando tu café sin prisa, sorbo a sorbo, al ritmo de una lectura sutil y apresurada. La angustia la refleja siempre tu mirada. 
Sí, lo cierto es que nuestras vidas y recorridos se parecen mucho. Pero procedemos de mundos muy distintos. Tu piel oscura y ropa austera delatan que tu día a día no es sencillo de narrar. Y es precisamente esa parte a la que no alcanzo a ver la que reflean tus ojos negros sin expresión. Mirando al vacío de una boca de metro sin final, cuando terminas de leer la columna habitual de la prensa internacional. Aguardo unos segundos siempre antes de retomar el paso. Con el mismo periódico, el mismo café, pero en distintos planos. Yo sin embargo me fijo en la sección de economía. Siempre me encantaron esos temas. Tan apasionantes como ciertos, y vitales para entender los cimientos de nuestro entorno y de una sociedad que aspira a superar barreras imposibles.
Mi padre era propietario de una Galería de cuadros en la misma plaza de Brandson-Square. Una Galería que surgió de la nada, pero llegó a serlo todo. Los comienzos son duros pero... con esfuerzo y sacrificio se logran las metas seguro. La motivación es vital para ello, siempre me lo trasmitieron así. Y ahí estaba, funcionando a pleno rendimiento desde 1990, año en el que mi padre dejó de estar entre nosotros, pero dejó un legado que había que mantener vivo. No sólo para ser fiel a su esfuerzo y constancia, sino porque yo misma se lo debía. Y como no es de sorprender, yo asumí la dirección del local. No resultaba sencillo compaginar la gerencia con la labor de ser madre soltera. Tenía que estar muy al día en los temas de economía que afectaran a mi negocio, nunca se sabe lo que puede suceder y hay que adelantarse al mercado y a los acontecimientos futuros. Aunque he de reconocer, que la calle enseña mucho en esta materia. También necesito conocer el arte en sí, al margen de los temas económico-financieros globalizados. Además, siempre he sentido admiración por él y por los artistas que lo plasman en un lienzo en blanco. Sobre todo el arte contemporáneo, tal vez porque es el que me ha tocado vivir y mejor comprendo. Menos mal que tengo a Helenor a mi lado en todo ello, que se ocupa cada mañana de atender a Mara. No sé qué haría sin ella desde el fatídico accidente de Robert. La vida te lleva por caminos insospechados, mientras tú te empeñas en hacer planes y tenerlo todo atado. Mis planes eran simples. Pero ya jamás se llevarán a cabo, claro.
He estado acudiendo a terapias de grupo que me han ayudado a sobrellevar la trágica situación de perder a un marido y a un padre en el mismo año, y tener que ocuparme sola de los dos bienes más preciados que tengo actualmente: mi negocio y mi hija Mara. Hasta hace tan sólo dos semanas he creído que era una desgraciada sin rumbo fijo, marcada por la tragedia de vidas que se rompen y separan, hasta que empecé a cruzarme con el misterioso barón de tez opaca y ojos tristes. Su mirada triste e inexpresiva abrió la mía, sin duda. Detrás de su mirada, se escondían más tragedias que las que podían acoger las almas más atormentadas y hundidas por el infortunio. Yo dejé de ser una de ellas a partir de aquellos encuentros fugaces. No es que me reconforte ver que otras personas sufren más que yo, pero me sirve para hacerme saber a mí misma que, en el fondo, soy afortunada, pase lo que pase, y dar así gracias cada mañana cuando coincidimos en el kiosco de prensa. Nuestras miradas se cruzan sin pudor, y la mía con destellos leves de esperanza choca y entrelaza con la suya apagada. No existe consuelo para unos ojos que lloran sin soltar ni una sólo lágrima. En la mía se refleja un pasado superable con un futuro prometedor. En la suya, sólo pena y un vacío que no llego a descifrar. Deduzco su futuro de busca vidas, pero no conozco su pasado, su origen ni la historia que arrastra en sus ojos. Dos mundos distintos, opuestos, paralelos... pero que hacen coincidir dos almas que navegan en la misma rutina hasta un punto, en las aristas del tiempo, en algunos lugares comunes y en otros que, evidentemente, no lo son tanto. El tiempo se detiene alrededor cuando cruzamos miradas sin mediar palabra, y los transeúntes envuelven y enmarcan aquel clima de desolación y desconcierto extraño.

Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando su hombro roza el mío al alzar su mano para recoger el periódico, repleto de actualidad y sucesos trágicos que meriendan las escasas buenas noticias... que precisamente hoy no le importan a nadie, y dos de ellas en concreto que hacen girar nuestros tránsitos día a día. Mario siempre me regala el boletín del Ibex 35, mientras que a ti te regala un paquete de pañuelos que dudo que llegues a utilizar, porque sé que tu dolor se queda dentro. Como parte de mi pasión por el arte, comencé a fotografiar los instantes en los que nuestras vidas se separaban. Sólo estabas tú y, en segundo plano, el frío mundo que te acogía a cambio de una deuda eterna, sentado en las escaleras del metro leyendo la columna de política internacional.
Siempre llego 10 minutos antes a la academia de arte. Me gusta mantenerme al día de las nuevas propuestas y aprender de las técnicas para sobrellevar con más facilidad la gerencia de la Galería de mi padre. La afluencia de visitantes ha subido desde que organizamos nuevas exposiciones de arte contemporáneo cada viernes por la tarde, e invitamos a nuevos artistas que comienzan a despuntar en el negocio del arte. Este viernes está prevista una exposición de cuadros que cuentan la historia de inmigrantes africanos, que luchan por hacerse un hueco en el mundo occidental, y comenzar una nueva vida con algo de futuro y oportunidad. Lo cierto es que era una nueva temática muy específica, para un público muy seleccionado, y tenía mis temores acerca de si funcionaría entre nuestros visitantes.
Y no me equivoqué, al llegar a la Galería tras las clases donde Terry aparcaba el vehículo (al lado del vestíbulo) para pasar a recogerme a las 22:00h. En esta ocasión, dejé a un lado mi abrigo de visón y el collar de perlas de mi abuela, para vestir más acorde con la temática y el lugar. Un jersey de punto rosa pálido desgastado y unos pantalones de lino color tierra enmarcados por un cinturón de ante negro que recuperé del viejo baúl de mi madre. Una clase alta camuflada hoy por los estereotipos de las gentes que buscan cobijo, hoy reunidos en un mismo sitio con los mismos ideales y objetivos de concienciación. Las cuatro salas repartían a cientos de visitantes, en interminables colas para acceder a cada una de las obras expuestas, todas ellas con la temática común de la inmigración. En ellas, podían leerse diversas historias, desde africanos que abandonaban sus lugares de origen cuyo único vehículo hacia la tierra prometida eran lanchas de goma con el doble de personas de su capacidad estipulada marcando un final; hasta familias con mezclas raciales ya instaladas en los lugares de destino, con raíces arraigadas, que marcaban nuevos comienzos. Un recorrido por la otra cara de la moneda resumida en un paraíso de desgracias.
Me llamó la tención un cuadro en concreto. Un padre asistía a la evacuación de su mujer y sus tres hijos enfermos de tifus, en el puerto Tunecino. Un panorama desolador en un marco de guerras y traiciones derivadas de las conquistas colonizadoras. Los hombres aguardaban en el país cuando eran capturados como esclavos y las mujeres abandonaban sus hogares con hijos presentes y futuros, en busca de una vida más digna. Pocas eran las que sobrevivían, y pocos eran los que lograban sumarse a escapar con ellas, burlando al caos y al desconcierto, en medio de la confusión de una región abatida en manos de colonos sin control y ansiosos de poder. Era una imagen realmente impactante.

A mi lado, un hombre observaba el cuadro sin expresión. De espaldas, con gabardina oscura y sombrero de pana verde botella. Los focos de la exposición apuntaban a su rostro ensombrecido, que no alcanzaba a ver, a través de los transeúntes que se detenían formando una pared humana entre nosotros. Era como si separaran dos mundos opuestos. Seguramente él estuviera teniendo una perspectiva muy distinta de la imagen, tan real como abstracta a la vez.
Entonces su mirada se posó en mi. Recuerdo haber observado esos ojos oscuros, vacíos y tristes sin expresión, antes en algún lugar. Le perdí de vista cuando me agaché a recoger la libreta de control de visitas que cayó al suelo…y al levantarme se me cayeron las gafas que recogí sin desperfectos…y al agacharme de nuevo tiré mi bolso, que dejó escapar la fotografía de aquel barón de tez oscura y ojos tristes, que me cruzaba cada mañana en el kiosco de prensa. Cuando intenté recogerla una mano grande, que reflejaba el dolor de una vida complicada y el duro trabajo en la que los estragos del tiempo habían hecho mella, recogió la fotografía… y tras observarla unos instantes me miró fijamente, me sonrió y me la devolvió intacta. Era el hombre del sombrero y gabardina…no podía creer lo que estaba viendo. Giré la cabeza hacia el cuadro que habíamos estado observando juntos al fondo del pasillo de la segunda sala de la galería, y me di cuenta de que el rostro del chico de origen africano que tenía que dejar partir a su familia era él. Bajé levemente la mirada a la fotografía que había tomado del barón de tez oscura del kiosco… y sorprendentemente también coincidían. Ese hombre representaba mucho más que una historia. Representaba el coraje y la valentía de dejar sus tierras para huir con su familia en un viaje hacia un destino sin concretar. Y por lo que he podido comprobar, aún incierto a día de hoy. Sí, dos imágenes que fundían el coraje y el sufrimiento con un único hombre como protagonista. Viajar primero para encontrarse después, en un mundo nuevo.
Todavía hoy sigo realizando el mismo recorrido. Paso por la misma tienda de cafés, y cruzo la calle para recoger el periódico de siempre en el kiosco habitual. Pero esta vez no me detuve en la sección de economía, sino que fui leyendo la sección de inmigración miestras avanzaba la calle de Brown-Hand street con paso apresurado, y café en mano. Hoy, por primera vez, no me había cruzado en el kiosco con el hombre de la Galería (y puede que nunca más lo hiciera). Pasé por delante del tercer escalón del metro de Queens y allí sólo yacían los restos de una hoja de periódico de hace dos días, sujetada por una taza de café medio vacía, que rozaba el borde de la sección de política internacional.

Solía detenerme en el escaparate de pasteles para elegir cuál llevaría a Mara al salir del trabajo, pero hoy me detuve frente al ventanal de un bar que tenía un gran televisor encendido al fondo de la barra, con el canal de noticias internacional conectado. Las noticias no eran nada esperanzadoras por lo que pude intuir desde fuera. Parece que una patera había abandonado las costas de Túnez hacía tres días para desembarcar en Algeciras… y jamás llegó. Los habituales comensales esperaban impacientes sus bocadillos y bebidas sin atender a la pantalla, que reflejaba desolación absoluta en pleno barrio de clase acomodada, haciendo hilera en la vieja barra. Y mi derecha, frente al otro ventanal que conectaba con un comedor aún sin montar, un hombre se derrumbada ante mi mirada, que en ese instante quedó desconcertada y vacía de esperanza mientras intentaba sujetarle con uno de mis brazos, mientras el otro sujetaba su sombrero verde de pana. Y ahí estaba, un hombre honrado perdido ahora en la desgracia. Sin familia, sin rumbo, sin nada.

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