CONFESIÓN MORTÍFERA

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La madrugada del 03 de Mayo de 1945 fui acusada de tenencia ilícita de armas. Fui juzgada e injustamente condenada. No, lo cierto es que nunca tuve un arma, ni jamás maté a nadie…ni a nada. Sería incapaz de matar a una inocente mosca.
Mi vida era una condena en sí misma. Un día, el retumbar de aquellas últimas palabras de despedida perforaron mi mente. El sonido de echar la cerradura era la única acción que me mantenía desconectada del mundo exterior y de los gritos y reproches de Tomas. No era la primera vez que salía de casa a media noche arrastrando los pies con una botella de vino barata en la mano, a pesar de que le esperaban unas cuantas rondas más en el Club´s Morata. Ya me tenía acostumbrada, y confieso que hasta ya incluso me parecía buena idea. Simplemente por el hecho de sentirle lejos de mí y así estar despreocupada al menos durante unas horas.

No sabía cuánto tiempo me quedaba antes de que pudiera ser víctima de alguna de las locuras de Tomas, por eso, tras varias denuncias que quedaron en saco roto, vivía cada instante como si fuera el último, me recordaba a mí misma valorar cada día y a cada momento a las personas que te rodean, quienes de verdad importan en tu vida, apreciando los pequeños detalles. Intentaba no dejarme nada en el tintero y anotar todas aquellas cosas que necesitaba dejar hechas por si pasaba algo. Además de llevar un pequeño diario, mi confesión, mi vivencia. No podía marcharme antes de advertir al mundo del peligro que suponía tener suelto a un individuo como Tomas, y sin tener la tranquilidad de que se hiciera justicia aunque fuera sin yo poder verlo. Quería dejar constancia de mi testimonio, un relato sincero y trasparente que reflejaría perfectamente cómo era él y sobre todo, cómo me sentía yo a su lado…en permanente amenaza.
Aprovechaba esos ratos de salidas nocturnas sin rumbo fijo de Tomas para ir redactando mi confesión, más sonora que cualquier grito de socorro en aquellos tiempos. Pero nada y menos a las mujeres de esa época que se atrevían a sacar estos temas las tachaban de locas y lo mejor que podía suceder era terminar los días en un manicomio alejado de la mano de Dios.

Cada vez que escuchaba la llave de la puerta y Tomas regresaba de la movida nocturna y de ahogar sus penas, creía que podría ser la última frase que escribiría. Cerraba el cuaderno, lo guardaba en mi bolsillo derecho del pantalón para que el día que me hallaran, tal vez ya sin vida, encontrasen junto a mí la condena de Tomas. De mi puño y letra. Mi verdad, mi confesión… las discusiones, peleas y amenazas saldrían a la luz a través de un testimonio infalible. Estaba convencida de ello. Nunca mejor dicho, tenía todo bien atado y guardaba mi propio as en la manga. Era mi última oportunidad que tenía para hacer valer mi palabra en una sociedad que aún no entendía de machismo ni violencia de género. La agresividad y malas formas cada vez más frecuentes me hizo plantearme seriamente si conseguir un arma para defensa propia, aunque fuera en contra de mis principios. Pero jamás me atreví. Y jamás lo hice…
Pero lo cierto es que cientos de personas cayeron fulminadas al leer aquellas penetrantes palabras. Todavía, a día de hoy, me pregunto por qué aquella noche escribí todas aquellas verdades… pero eran mis verdades. No, en realidad no tenía ningún arma…al menos lo que actualmente la gente suele entender por “arma”…además tampoco sabría cómo utilizarla. Pero fue el poder de la tinta recorriendo el papel y la punta del bolígrafo afilado lo que apuntó de lleno a los corazones. Mi carta de confesión. No contaba con que él había redactado ya la suya propia contando su falsa y repugnante versión el día que nos encontraron a ambos malheridos en el suelo del comedor tras una fuerte pelea. No me arrepiento de nada, poco daño le hice en comparación con los años que él me había matado en vida, cuando lo mío sólo quedó en intento de asesinato. Pero él sabía que todo era cierto y sus mentiras le torturaban por dentro. Violaban su alma como mi cuerpo se sentía cada noche, aunque fuera desde la distancia.

Y a día de hoy soy consciente de que ni siquiera Tomas sobrevivió al veneno de aquellas palabras. Jamás superó el disgusto, arrastró la culpa hasta el infinito, hasta donde termina el propio infierno que atravesó de puntillas. Al final tuve la respuesta el día que casi me cuesta la vida. Mi carta fue la voz que muchos se habían negado a escuchar antes. Tomas fue justamente condenado una fría mañana de Noviembre. Por todo o que hizo y por todo lo que no pudo llegar a hacer. De hecho, aún hoy puedo ver su celda, fría y oscura, enfrente de la mía, segura y luminosa…hoy sin habitar desde que el suicidio llamó a su verja.

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