EL VALS DE LOS BUENOS DÍAS

Resultado de imagen de cura besando a mujerMe llamo Úrsula y mi historia comienza una fría mañana de Enero.
 
Recuerdo el olor a Navidad en mi casa. Un piso humilde en el número 41 de Camino de la Esperanza, aunque el nombre de la calle nunca rindió precisamente homenaje a nuestra vida familiar castigada por las desgracias. Primero mi padre, luego mis tíos en un grave accidente de avión de vuelta de Qatar en su viaje de aniversario, y después del verano el abuelo Lolo. Una casa testigo de idas y venidas de una familia que podía presumir de unidad frente a un destino que tenía guardado el desenlace más amargo. Una casa ya sin adornos ni invitados desde que a mi madre le detectaron un cáncer de pulmón irreversible en los días de año nuevo. Suponíamos que terminaría sucediendo y más cuando llegaron aquellas salidas de madrugada al balcón para fumar la mitad del paquete de cigarrillos que muchas veces tenía que apagar yo misma, si el sueño la vencía. Creo que jamás llegó a superar la pérdida de papá y el estrés le comía por dentro… un estrés cuyo único analgésico parecía ser la nicotina en cantidades abundantes y a deshoras. Pero el destino una vez más, no perdona.  
 
Sucedió la mañana del  5 de Enero. Aquel día había quedado con mi hermana Elizabeth para comprar el regalo de Reyes de mi madre. He de confesar que siempre dejamos lo principal para el final. Lo que jamás imaginaríamos era que esa misma mañana, tras tomar el desayuno en la cocina como era habitual, mi madre comenzara a sentirse mal y tuviéramos que pasar la tarde noche del 5 de Enero en el hospital, más de 9 horas en las urgencias saturadas y con un sabor a Navidad entre amargo y agridulce. Nunca entendí por qué en los hospitales se empeñan en traer la navidad de una manera tan austera y deprimente. La soledad se palpaba en el ambiente en medio de la multitud sin rumbo ni orientación. Después de 9 largas horas nos comunicaron la fatal noticia, y fue entonces cuando el mundo se detuvo ante nosotras tres. Mi madre siempre ha sido una mujer muy luchadora y dispuesta a tirar del carro frente a las adversidades. De hecho, esta familia se mantuvo unida gracias a ella en muchas ocasiones. Era el pilar fundamental de todos nosotros. Y para mi hermana y para mí un verdadero ángel de la guarda… que aquel momento frente a la consulta de oncología empezó a apagarse un poco, sin perder en ningún momento la sonrisa ni la esperanza, las ganas de luchar y salir adelante, más que por ella, por nosotras. Sabía que la necesitábamos demasiado como para dejarla marchar y el destino la dejó con nosotras unos meses más de lo que habían pronosticado aquella fría tarde de Reyes, donde para nosotras se apagaron las luces de todos los árboles de navidad y cabalgatas.
Aquella noche se apagó la Navidad para siempre en mi casa. Y fue ese día en el que, rodeada de mis tíos, primos y hermana… se fue apagando poquito a poco en aquella larga noche de Septiembre. El otoño asomaba con las tonalidades marrones y amarillentas que reflejaban una habitación con las sombras del adiós. A las 7:13h de la mañana se marchó en paz y tranquila, en su cama, en la casa que seguía siendo testigo de las desgracias de una familia rota y atormentada.
Me miré al espejo por última vez antes de salir camino al tanatorio. Me quedé mirando fijamente un rostro que dejé de identificar hace meses. Las ojeras y el cansancio brotaban de un rostro deshidratado por las lágrimas del adiós. Aquel día me di cuenta de que si el destino te echa un pulso no hay nada que hacer para cambiar el marcador de juego. Y ese día ya iban 4-0. La despedida fue emotiva y discreta en el patio trasero de la iglesia del cementerio. Un ataúd rodeado de rosas blancas y rojas con la medalla de papá en el centro. Elizabeth me agarró la mano con fuerza. Ya no podía llorar, no me quedaban lágrimas para derramar…pero mi rostro serio y pálido y mis piernas temblorosas hizo temer a mi hermana un posible desvanecimiento. Me apoyé en su hombro para dirigirnos a la misa previa al entierro sacando fuerzas de donde no había.
Comenzaban las palabras vacías para evocar el recuerdo en los presentes. Un recuerdo que le costaba implantarse en mi memoria ausente. Una mirada perdida que fue guiada por la mirada viva y llena de esperanza del cura que dirigió la ceremonia. Había algo en él poco habitual pero convincente. Normalmente los curas se creen sus discursos… al menos eso debían de trasmitir. He de confesar que no era muy creyente desde que el destino se puso en nuestra contra, pero tenía fe en que había algo más que nos guiaba en los malos momentos. Y ahora que se había marchado mi motor, no tenía más remedio que agarrarme a las palabras de consuelo de un desconocido con alza cuellos de mirada penetrante, que en teoría representaba a Dios en un altar.
 
Mi mente no asimilaba bien su discurso, sería por el cansancio de las últimas noches en vela o porque ni él se creía ni una sola frase de aquellos argumentos que retumbaban en las paredes de madera y piedra caliza de la iglesia de Santa Flora. Las últimas palabras antes de colocar la lápida y extender la última rosa me parecieron conmovedoras, pero vacías de realismo y significado. ¿Por qué Dios deja que sucedan las desgracias a la gente generosa y buena? Es la eterna pregunta. Duda lógica que puede asaltar a una mente frágil y vulnerable como la mía, no creyente y moderada. Lo que jamás me imaginé es que fueran a salir de la boca de aquel cura, que tras la ceremonia se acercó a mí de forma disimulada a darme el pésame, con un hilo de voz y entre suspiros que se mezclaban y entrelazaban con mi llanto incontrolado sin lágrimas: “Dios no existe, pero ella estará bien”. Aquellas palabras retumbaron en mi mente y en mi alma como punzones en las venas. Lo último que pensaba encontrar en las palabras de consuelo de un cura desconocido que cumple con el protocolo habitual fue aquella frase. Sonaba a frustración envuelta en un fuerte caparazón, que escondía su verdadero yo. Me identifiqué bastante con aquel instante. Cuando la vida te trae nada más que desgracias, es normal dejar de tener fe en un ser superior y omnipotente que guíe tu destino derribando la mala suerte para seguir el buen camino.
Pasaron unos meses hasta que me sentí fuerte para volver a la iglesia donde reposaron por última vez los restos de mi madre, pero aquella mañana de Mayo me armé de valor y fui a misa. No le dije nada a Elisabeth porque lo cierto es que ella siempre fue más atea que yo, y podría pensar que me había involucrado en algún tipo de secta o similar, fruto de mi vulnerabilidad por la reciente pérdida. No era exactamente así, pero he de confesar que me acabé enganchando a sus discursos y me hice una habitual las tardes de domingo, ocupando la última fila de Santa Flora. Aislada de los fieles pero siguiendo muy de cerca los pasos de aquel cura, sin vocación aparente pero con una sensibilidad a punto de caramelo. Y poco a poco empecé a enamorarme de sus lecturas, llenas de realismo para mí, más allá de cualquier tapadera o parche que sirve de anestésico para las almas débiles y errantes. Era mucho más que eso. Un discurso abierto que mostraba a un Dios no expuesto como tradicionalmente, sino algo figurativo que apelaba a la confianza en sí mismo y a las cualidades del ser humano. Más allá de todo lo sobrenatural había un Dios verdadero que nos guiaba cada mañana… y ese Dios estaba en nuestras almas, siendo nosotros mismos sólo aquí, en lo terrenal. Creo que cada vez éramos menos gente en misa. La falta de discurso tradicional provocó las bajas inesperadas del público más purista y convencional.
 
Hasta que un día, nos encontramos él y yo, frente a frente, yo sentada al fondo de la capilla y él en el altar…esta vez en camisa y vaqueros. Con su discurso habitual que hoy dedicaría sólo a mí, con su mirada viva y penetrante. Esos ojos que reflejaban más sufrimiento que los míos y que dejaron de tener fe hace tiempo. Pero ¿por qué continuaba encima de aquel altar? Representando a un Dios en la tierra que para él dejó de existir hace tiempo. Y lo comprobé al final de la lectura de su particular libro sagrado que apelaba más al pecado que a lo puro. Esa era la salvación y no el rezo tradicional. Sus palabras traspasaban mi corazón atormentado, y creo que su mirada sincera me robó el corazón una mañana de aquel caluroso Mayo.
 
Aquel verano no dejé de acudir a las sesiones de misa personalizadas. Sólo estaba yo con él… o él y yo… y su discurso desacompasado que hace tiempo que rechinaba en la hermética iglesia cargada de tradición y rezos. Sus discursos finalizados con canciones de música country me alegraban el día, y me hacían olvidar por un momento los problemas. Era como como una especie de clase particular de aprender a vivir… o más bien de cómo renacer y empezar de cero. Nuestra complicidad crecía por instantes. Y tras las frases de motivación llegaron los consejos personalizados y el intercambio de experiencias en cada confesión. Ese momento en el que el cura confiesa los pecados eran más bien confesiones del exceso de bondades. Con él aprendí que siendo un ángel no llegamos a ninguna parte y hay que ganarle la batalla a una vida que siempre es más inteligente y experta que todos nosotros juntos. Aprender a desconfiar y a sonreír al destino… para que la vida sea como un espejo.
Eran nuestros momentos de intimidad en una capilla sin gente, sólo las esculturas religiosas testigos de la amistad, que se estaba cociendo entre altar y banquillo y entre confesionario y visillos. Y cuando las monjitas terminaban de organizar la colecta y de preparar la ceremonia con el coro de niños huérfanos para el domingo por la mañana, abandonaban la estancia y entonces él encendía todas las velas de la iglesia sólo para mí, para crear un ambiente único, especial y… muy romántico. En cada confesión parecía que era él quien se confesaba conmigo. Poco a poco cambiaron las tornas. Empezó a abrirse y a contar su verdadera historia, cada tarde después del sermón, en las frías escaleras de mármol del patio trasero de la capilla. Realmente no era sacerdote, sino misionero. Trabajaba como voluntario en países como India o Pakistán. En realidad, estaba sustituyendo a su hermano, cura oficial de la iglesia, en un viaje de asuntos propios a Marruecos. Su sobrino estaba muy enfermo de malaria, y su hermano quería estar cerca de su hijo en sus últimos meses de vida. Pero necesitaban cubrir su puesto con alguien de confianza… que en realidad resultó llevar la riendas de una manera muy distinta a la de un sacerdote tradicional. No con la doctrina divina sino terrenal. Y a pesar del fracaso ante un público tradicional que prefería a su hermano Jorge, buscando consuelo en palabras que ni ellos mismos creían pero les reconfortaba en el trayecto hasta casa, yo me enganché a su manera particular de entender la vida.
 
Y entonces empezaron las escapadas a deshoras para vernos durante y después de misa. Dejaron de ser los domingos para pasar a ser cualquier momento inadecuado para intentar cuadrar agendas. Fue entonces cuando tuve que sentarme a tranquilizar a mi hermana, que ya pensaba que era un caso perdido, víctima de la captación de alguna secta o similar. Los paseos en el patio de la iglesia y los rincones de la capilla con las velas como testigo de la pasión que comenzó a ser incontrolada. Un templo que era el único refugio de dos almas pedidas que se entendían a la perfección, con un pasado difícil y sin creer en el destino como algo divino. El miedo a enamorarse hizo que todo este tiempo me pusiera de pantalla que un cura no puede comprometerse con nadie más que con Dios. Pero él no era cura, sólo la tapadera de un misionero que se compró un caparazón para evitar más dolor, fruto de la experiencia de un fuerte desamor. Asistir a “misa” se convirtió de la noche a la mañana en un hobby, en una aliciente, una afición. Una motivación que tuve que disfrazar de cara a Elisabeth, con clases de pintura imaginarias que me ayudaban supuestamente a sobrellevar la pérdida de mamá. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, cuando sentados en las escaleras del patio trasero con vistas a la tumba de mamá me contó cómo perdió él a sus padres. Tan doloroso que todavía me cuesta hoy volver a reproducirlo en esta líneas. Bastante tengo con intentar sobrellevar mis desgracias, prefiero centrarme en todo lo bueno que me ha regalado en estos meses, ese conocimiento y la forma de ver la vida... tan pura como realista. Tan sana como cuerda, en un mundo donde ya los locos vencen a la coherencia.
Fue la última vez que lo vi. No pude dejar de llorar cuando aquella mañana me arreglé especialmente para ir a nuestra “misa” particular, que hasta Elisabeth empezó a sospechar de mi conducta optimista, bendiciendo las clases de arte a las que supuestamente acudía. “Por fin ha encontrado una ilusión, algo con lo que ocupar su inquieta mente… y no se le da nada mal!” murmuró en voz alta, mientras sujetaba uno de los bocetos que había creado para ella para disimular, y así no levantar sospechas. A los pies de la austera iglesia de Santa Flora, que para mí se convirtió en una catedral de encanto majestuosa por lo vivido de puertas para dentro, pensé en que este encuentro debería ser especial. Presentía que en breve me haría una proposición que cambiaría nuestras vidas. Y mis más ansiadas emociones y anhelos se apagaron de golpe al cruzar aquella puerta y encontrar la iglesia abarrotada y un discurso en el aire que distaba mucho del que estaba acostumbrada… ¡Jorge había regresado! Mi futuro se desmoronó entre las cuatro paredes que fueron testigo del surgir de nuestro amor.
Me senté en mi lugar habitual a aguantar el discurso convencional de una misa más de un domingo cualquiera, y me apresuré al altar a hablar con Jorge al terminar, cuando había repartido la tradicional Hostia sagrada a la riada de gente que se abalanzaban sobre el púlpito, como si se agarraran a la vida de forma desesperada. Y yo mientras ajena, enfrascada en mi propia realidad inventada, en nuestra realidad... que habíamos creado durante aquellos meses de encuentros furtivos en aquella iglesia. Jorge me contó que Luis había regresado a su puesto de misionero tras su reincorporación. Me dijo que él había vuelto de su viaje de Marruecos, y que las noticias respecto a su hijo enfermo de malaria eran más esperanzadoras de lo que creían y por ello adelantó su regreso, para que su hermano pudiera cubrir una misión urgente tras un terremoto hace dos días en Sudán. Mi mundo se desmoronó en aquel momento.
Me sentí sola y desorientada, reviví los instantes cuando perdí a mi madre… nadie más había sido mi pilar fundamental y guía como lo era ella… y con Luis volví a encontrar la estabilidad emocional, al creer que las desgracias sólo te retan a ser más fuerte y mejor. Y es algo que aprendí a demostrarme a mí misma. Pero sin él no encontraba consuelo, y no encontraba razones de su marcha sin despedida. Idea que paró en seco en mi aturdida mente, cuando Jorge sacó una carta de su hábito y me la entregó. Era de Luis y me pedía que me fuera con él, para vivir las maravillas de ser misionero y llevar a la práctica el ser mejor persona y luchar por un aliciente minorando el sufrimiento de los demás. Un shock que tenía que digerir en casa… ¿Cómo decirle a Elisabeth que su pilar se marcharía a otro país a vivir entre más desgracias con un amor secreto? No sonaba nada fácil de explicar y mucho menos comprensible. Decidí tomarme un tiempo y empezar a escribirle confundida, y sin parar de reflexionar acerca de mi futuro y lo que más me convenía.
 
Entonces llegaron los intercambios interminables de correspondencias que marcaban distancias irrecuperables. Las madrugadas sin dormir para terminar las cartas que el día siguiente tenían que entregarse. El cruce de anécdotas y aventuras guardando los ecos y recuerdos de aquellas tardes de confidencias en la iglesia. Las preguntas retóricas que escondían intentos de convencer al contrario para vivir una vida juntos, cada uno desde su campo. Tengo que decir que en realidad nos acomodamos. Nos acostumbramos a este tipo de comunicación y nos dimos cuenta que, al fin y al cabo, lo que llevaban nuestras almas también cuando estábamos juntos eran las palabras más que la expresión del amor carnal de dos cuerpos que una vez buscaron refugio bajo el techo de un templo, ya abandonado de la mano de Dios. Eran las palabras que contenían aquellas cartas lo que nos hizo compañía durante meses, sin dar el paso de cambiar nuestros mundos para juntar nuestros destinos.
 
La última que recibí de él explicaba que volvería en Navidad con una propuesta para mí que no podría rechazar… sin más detalles que ambos encontraríamos la felicidad juntos. Pude imaginar de qué se trataba y rompí a llorar de la alegría y pasé las siguientes noches en vela pensando en el reencuentro y en el discurso que tanto echaba de menos. Lo cierto es que sus cartas se convirtieron en mis “buenos días” y mi motivación para seguir.  Y fue un día, la mañana del 20 de Noviembre, cuando las cartas de Sudán dejaron de llegar. Pasaron un par de días hasta que decidí hablar con Jorge en la capilla. Necesitaba saber de Luis, y no sabía a quién recurrir.
Cuál fue mi sorpresa que al llegar a misa aquel domingo Jorge tampoco estaba. En su lugar un cura afroamericano daba su discurso a espaldas de un grupo de Rock que abarrotaba la sala. Nunca imaginé que se podían dejar raíces más liberales que las que había implantado Luis la iglesia de mi pueblo, de mi infancia y de mi inocencia perdida. Y no pude dejar pasar la oportunidad de acercarme a él e interesarme por los dos hermanos curas. Con lágrimas en los ojos, me hizo tomar asiento en la primera fila, cuando ya estábamos solos y el coro recogía sus pertenencias para tomar el autocar a la salida. Nunca me había sentido tan extraña, tan pequeña, tan insegura… en aquella primera fila de unos bancos de madera que distaban de la acogedora y cálida última fila de la iglesia, en la que me había sentado a escuchar tantas veces el discurso verdadero y alentador de Luis… y en el que encontré junto a él refugio a mis desgracias. Parecía que en Sudán había habido un bombardeo en los campamentos donde se alojaban unos voluntarios y misioneros. No supo darme más información ni detalles, pero fue justo lo que necesitaba para abandonar aquella iglesia por el patio frontal que conducía al cementerio, colgando en la percha de la verja principal mi esperanza y la fe, y cruzando aquella puerta para siempre, dejando atrás una historia a medio narrar.

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