TRANVÍA 28
Lisboa, 7:45am. Por fin. El misterioso desconocido del
sombrero negro de copa. Siempre en aquella parada del mítico tranvía 28,
sentado en el mismo sitio, a la misma hora. Con la cabeza agachada, discreto,
clásico, conservador y culto. Fingía leer el periódico cuando nuestras miradas
se cruzaban. Con amplia sonrisa, robusto y masculino.
Una mañana perdió su sombrero tomando una curva, dirección al Castillo de San Jorge. Sus mejillas
enrojecieron y su mirada, brillante y penetrante, se clavó en mis zapatos. Bajé
ligeramente la vista para recoger el preciado objeto, que casualmente quiso llegar a mí. Me agaché
a recogerlo. Tacones y minifalda. No dejaba de observar mis movimientos, sutiles y calculados. Prudente y coqueto.
Me atreví a saludarle en aquel instante. El respondió con ligero tartamudeo, recogió el sombrero con un gesto
de agradecimiento y retomó su lectura. Fingió ser tímido, era muy conservador.
Le pregunté hacia dónde se dirigía, para romper el hielo de una conversación que
ambos ansiábamos tener, o al menos eso pensaba yo... . ¿Pero por qué no respondía a
mi pregunta? Mirada anclada en la página del titular. Era normal, ni siquiera me conocía. Me hizo dudar, se hacía de rogar. Mirada
interesante, sonrisa seductora. Silencio contenido. Retiré la mirada y se perdió el contacto. La magia del momento desapareció con un fuerte baño de realidad. Como siempre, bajó en la penúltima parada. Los cristales
teñidos por la lluvia me impiden seguir su rastro. Esta vez, yo continué camino, y noté cómo su silueta se volvía para buscar mi presencia, que no fue tal esta vez. Normalmente bajábamos juntos (yo creía que él no nunca se había fijado, pero comprendí que sí, al ver su gesto como de esperarme). Parecía que se había quedado algo pendiente entre nosotros. Pero yo hoy, no bajé a comprar el periódico. Y parece que él ya lo tenía.
Aquella mañana cambié mi itinerario de forma inesperada. Tomé el primer tren
hacia Estoril (Casino, playa, palacio, golf y hípica... sonaba bien para un día libre) Con tanto viaje de trabajo y las múltiples conferencias desde que aterricé en Lisboa me hicieron olvidar lo preciosa que era esa ciudad. Necesitaba algo diferente, nuevas emociones, dedicarme tiempo a mí misma fuera de la rutina.
Con el tren ya en marcha, mi reflejo en el cristal
se mezclaba con un eterno bucle de imágenes y sensaciones: los aviones
sobrevolando la ciudad; la espesa niebla que tomaba protagonismo frente al sol de Otoño; la ciudad moviéndose cada vez más rápido en
hora punta. Dejamos la ciudad atrás, y de inmediato llegó el paisaje, de campos y colinas verdes. Y yo allí sentada, detrás de la ventana empañada, con la mirada perdida, enamorada de esos ojos azules penetrantes. Imposible sacarle del pensamiento,
aunque cambiara el rumbo y me alejara cada vez más de la zona urbana. Nada me recordaba a él, pero todo me hacía pensarle.
El tren a esas horas está abarrotado, y casi no puedo
encontrar mi lugar. Me sentía pequeña en el espacio concurrido. Apenas se ven las paradas, pero el chirriar de las ruedas me anuncia el final del trayecto. Intento abrirme paso entre la
multitud para llegar a la salida más cercana. El tren frena en seco, y los
cuerpos parecen inertes, como títeres sin cuerdas. Acelero el paso aprovechando el impulso de
la frenada, y con inercia salgo del tren, que en breve retomará la marcha. Una masa de gente
intenta esquivarme para trazar sus caminos en cientos de direcciones. Todavía tenía
que centrarme y respirar hondo para encontrar el mío, con la imagen del
desconocido del tranvía acechando en mi cabeza. Echo el paso, y de repente algo me frena. Me detengo en medio de los
pasillos de la estación de Estoril. Bufanda roja y abrigo negro de ante en
mano. Mis tacones ya no querían seguir mis pasos.
Entonces detecto que algo cae en mi trayectoria, justo delante de mí. Lo
sigo con la mirada mientras se desliza por el suelo. Un precioso reloj de
bolsillo del s. XIX, y un blog negro de notas. Me sonaba muchísimo su diseño la verdad, y el aroma de
sus páginas me evocaba un lugar muy familiar para mí. De repente me invadió una sensación de sentirme segura, protegida...como en casa. Al abrirlo, un billete con destino
a La Coruña cae sobre mi zapato derecho. Y una frase escrita a mano: “¿te
atreves? ¡Sube al tren! Firmado: tu misterioso caballero del sombrero de copa".
Ya está, a efectos laborales estoy indispuesta, y a efectos de mi coherencia,
loca perdida. Camino a La Coruña sin pensarlo dos veces, así de fácil cambié mi rumbo. Necesitaba hacer esto,
necesitaba respirar, necesitaba... .
Abrí los ojos y estaba sentada en un nuevo tren, tal y como me había guiado la nota. Mucho más tranquilo que el anterior, apenas podía contar pasajeros. Sólo un chico toma asiento a mi lado instantes después. Algo llama mi
atención. ¡Ese blog de notas…! -pensé- tan parecido al del hombre del sombrero. Elevé la mirada y sonreí: "Disculpa,
¿tienes un bolígrafo? -pregunté con suave movimiento-. Sí, claro… bonito
cuaderno, por cierto - sonrió irónico.
Entonces bajé la mirada y me
centré en la carta imposible de respuesta, tal vez a ninguna parte:
Subo la mirada vidriosa para devolverle el bolígrafo al chico de mi lado, y entregar de paso el billete al revisor. Él esboza una gran sonrisa, la misma que hacía tan solo unas horas nació en su cara, mientras compraba los dos cuadernos en la librería de la penúltima estación del tranvía 28, que ambos normalmente frecuentábamos. Esta vez, no llevaba sombrero. Y parecía mucho más joven y apuesto. Y fue entonces, cuando el amable revisor me devolvió un billete en blanco, cuando comprendí que habíamos llegado a nuestro destino final definitivo...
Querido amigo, ¿Me recuerdas? Soy la chica del pelo negro, sexy,
dulce y de carácter rebelde, a la que hacías tan feliz cada día, con tan
sólo compartir tu trayecto del tranvía 28. Hoy es un gran día, porque
nuestros destinos se han cruzado en otro punto (aunque no muy distinto) y la
casualidad ha conseguido que por fin nos comuniquemos (aunque no de la forma
que hubiera deseado). Bueno, quiero decirte que te echo de menos. Suena
extraño, verdad?. Pues resulta que aunque no nos conozcamos personalmente,
aunque no sepa nada de ti… ya creo saberlo todo con haberte observado. La
serenidad que me trasmites no puede ser más real. Jamás he estado tan segura de
mis sentimientos. Llevo días y días viéndote en la distancia de un
tranvía, que cada mañana nos marca caminos distintos, que al
final siempre van unidos de alguna manera. Pero hoy he recibido tu
billete, me has mandado esa señal que para mí lo es todo. Quiero que sepas que
estoy aquí, acabo de tomar el primer tren camino a La Coruña. No te veo en este
vagón. Estoy en el compartimento 17. Igual no es posible coincidir, no sé si al
final me esperarás en el destino. Pero espero tu respuesta con ilusión durante
este viaje, cuando deje esta nota extraída de tu blog sobre mi asiento.
Sí, como verás, me atreví a tomar rumbo a La Coruña como sugería tu invitación.
Sin haber cruzado apenas palabra en el tranvía. Pero ahora lo tengo claro.
Cuanto más intento alejarme, más me acerco a tí. No sé si llegaré a encontrarte
cuando llegue a la estación gallega. Tu rastro es muy ambiguo, me confundes
mucho. No sé quieres exactamente de mí, pero no me importa porque yo lo
quiero todo. Tengo que dejarte, pasa el revisor. Pero quiero que
sepas que sí, que ayer también me acordé de ti.
Subo la mirada vidriosa para devolverle el bolígrafo al chico de mi lado, y entregar de paso el billete al revisor. Él esboza una gran sonrisa, la misma que hacía tan solo unas horas nació en su cara, mientras compraba los dos cuadernos en la librería de la penúltima estación del tranvía 28, que ambos normalmente frecuentábamos. Esta vez, no llevaba sombrero. Y parecía mucho más joven y apuesto. Y fue entonces, cuando el amable revisor me devolvió un billete en blanco, cuando comprendí que habíamos llegado a nuestro destino final definitivo...
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