CRÓNICAS DEL ALMA

Por mi vida cruzaron caminos que decidí no elegir, puertas que,
afortunadamente, pude cerrar, y muchas ventanas que decidí no abrir, porque el
riesgo costaba mucho más de lo que aportaba. Y atrás, dejando tantas mañanas a
las que les robaron el amanecer. No pude esperar, decidí volver. Sombras que en
el tiempo abandoné. A veces, siento que mi vida es una película latina, de esas
que tienen silencios prolongados, cotidianos, sin nudo o desenlace, sin
principio ni final que enganche. O quizás los tienen, pero están empañados por
las lágrimas del pasado. Me pasa bastante a menudo, cuando llego a casa y, dueña
de un cerebro agotado que no quiere parar, sólo puedo mirar mis pasos. Mis pies
saliendo del vagón, pasando el torno de vidrio que antecede a la puerta de
salida (a la que yo llamo “libertad conseguida”), pisando el sucio cemento de
la estación sin rumbo claro. Atravesando a ciegas líneas que memoricé en la
primera semana de viajes que nunca realicé con equipaje físico. Antes de llegar
al final, o al principio, justo donde el piso despliega el pasillo, miro el
reloj. Pero la hora no me dice nada, siempre permanece callada esperando el
compás con el tiempo, que pasa sin saludar. Los ruidos rebotan antes de llegar.
Los ecos se apagan cuando el sol empieza a faltar. Y todo parece detenido en el
tiempo, en un tiempo ajeno a ese reloj, tan importante para los que se van y
tan sin sentido para los que llegan. El no lugar, el no tiempo me prometen la
escena más conmovedora de la película que narra mi historia.
Cuando llegué a
ese punto, ya nadie me escuchaba. Y me sentí sola, pero a la vez aliviada. Por
suerte, pude respirar el aire renovado que dejé atrás. ¿Por suerte? Pero no me
pude conformar, porque el tren se retrasó, llegué tarde a un encuentro que
nunca se produjo, pues los segundos separan lo físico del futuro. Esa sensación
extraña que pasa cuando estoy rodeada de otros. De demasiados otros. Si hay
música de fondo mejor. Coreografía de movimientos descoordinados. Es que en
estos momentos raros, si la música es lo más ajena posible a la situación,
mejor. Mucho mejor. Cuando terminé de explicar
mi extraña sensación me di cuenta que sólo quedaba un sombrero en el cuarto. Se
lo había olvidado. Quizás lo dejó a propósito, pensé. Y quise también pensar
que era una carta de despedida, para que me acompañara el resto de mis días.
Pero antes de elaborar el origen de mi ilusión, una mano volvió por él. Sólo la
mano, el resto de tu cuerpo se quedó esperando a lo lejos, para no sentir la
alergia que le producía mi piel. Yo fui la única que decidí volver. Pero fue en
ese instante en el que tomé la decisión de alejarme yo también, de tomar el
camino opuesto, aunque no fuese mi camino, para dejar de ver su cuerpo a la
distancia, para que los sonidos fuesen directo a mis oídos, sin rebotes, sin
ecos. Primero se alejó mi cabeza, la que siempre me aconseja y me ayuda a decidir. La
siguió el cuerpo, propietario de mis sentidos cuando no tengo a donde ir. Y así
nos quedamos, él con mis viejos secretos, yo con mis extrañas sensaciones,
transitando un camino ajeno que pensaba era el mío, buscando nuevas palabras
para callar y un nuevo cuerpo a quién contárselas…
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