ESPERANDO…
Miraba
por la ventana de la habitación mientras el portero sacaba la basura. Desde el
sexto piso del único bloque de la urbanización con vistas hacia el norte. Con
el pelo recogido y vestida tan solo con la bata, encendí mi antepenúltimo
cigarrillo. Desde allí casi se tocaba el suelo, pues lejos quedaba el triunfo…
aquello que algunos llaman “tocar el cielo”. Noche tranquila ajetreada, ambiente cálido y
caminantes sin rumbo al otro lado de la avenida, esquina con la plaza. Entre
ellos, ningún rastro de aquello que estaba buscando. Mientras tanto, el humo se
escapó emprendiendo un vuelo libre ligero, a la vez que fugaz, pero con ritmo
ralentizado…cada vez más, según se iba alejando, formando una pincelada opaca
que se esfumó rápidamente. Me senté en aquel lugar que un día debió de ser un
verde sofá, cómodo y reluciente (dicen que para todos pasan los años), y
comprendí que jamás vendría.
Apagué
la luz, dejando únicamente el tenue resplandor de la lámpara de mi mesilla. La
una de la mañana, al menos en mi reloj. Ya era otro día, quieras que no. No
perdería mas tiempo. Entre suspiros de inquietud terminé aquel cigarrillo que
tanto me había costado encender y me vestí sin prestar atención a nada. Mi bata
de seda negra quedó tirada en el suelo al lado de mis zapatillas de terciopelo.
Recorrí el estrecho y solitario pasillo a medio oscuras, lleno de grietas. Las
arrugas del paso del tiempo también reflejadas en aquella estancia. Me detuve
en seco, dudando un momento. No sé bien que salí a buscar. Tal vez un poco de
movimiento, despejar ideas envueltas en telarañas mal tejidas en mi
desorientada cabeza o simplemente un respiro para olvidar lo acontecido, ya sin
remedio. - Vaya plantón, no era su estilo, me dije (efectivamente
querida, “no era”, corrige mi subconsciente). Noches en las que no viene, cuando
había dicho que lo esperara. Por lo general ese momento yo me lo perdía, pues
solía estar ya dormida. Ese momento en el que la puerta desgastada de la
habitación chillaba a mis espaldas, indicándome de su llegada. Por ella me
tenía que enterar, ya ves tú…¡qué desgracia!. Ni una pista, ni una llamada.
Pero bueno, ya estaba acostumbrada.
En
realidad, nunca, nunca le vi cruzar el marco de la puerta. Cuando me
despertaba, lo descubría ahí, ya cuando
la puerta se cerraba a sus espaldas. El rincón siempre era refugio de almas
necesitadas de compañía. Fugitivo ante la ley y comerciante de ilusiones, podía
sorprenderme con un ramo de flores y luego fulminarme con la mirada. Negocios
turbios fuera, y aparecer en la habitación cuando le venía en gana, sin mayor
explicación que “ya llegué a casa”. Encima la culpa era mía, decía él, por no
prestarle atención. Claro, el no vivía mi preocupación, es lo que tiene la
ausencia, que uno no se entera de lo que ocurre donde falta su presencia. Pero
yo sí, vivía la “angustia” de los dos. Al llegar, siempre me encontraba dormida,
pero tras estar despierta esperando un montón. Ese “pequeño detalle” se le
debió de escapar a la hora de juzgarme. Siempre haciéndome esperar, sin
explicación ninguna, habiendo quedado para cenar y dormir a una hora. Desde
hace dos años este es su comportamiento, (no me digas por qué, que yo tampoco
lo entiendo) apareciendo luego como si nada. Retomé la noción del tiempo de pie
en el pasillo tras la reflexión. Las tres de la mañana.
Pues,
precisamente ese fue el día en el que los roles cambiaron. Al final del pasillo
la puerta de entrada. Salí descalza. Alcé la vista a ese sexto piso y justo
sucedió. Una sombra de varón a través de las cortinas, en posición fetal, creo
que de rodillas. Empezó a fumar, yo le imité. Los dos fumando mirando al suelo
bajo la luz de la luna, él en el sillón de la habitación y yo en el patio del
recinto de la urbanización. Solos y en silencio. Ya eran las siete y cuarto.
Amaneciendo tímidamente. Subí de nuevo a casa, con mi cigarrillo en mano, el
último que reservé para la ocasión. Atravesé el pasillo, y llegué a la
habitación abriendo una puerta que chillaba y chillaba, avisándole de mi
llegada … pero sin cruzar el marco de la puerta. Ahí me detuve. Y comprendí que
los roles se alternaban. ¿Quién esperaba a quién entonces? ahora era él, con su
cigarrillo, quien me esperaba. Y yo, a pesar de estar ahí, a su lado, lo
dejaría esperando…
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